sábado, 4 de agosto de 2007

EL CRECER CANUTO DE PATO NAVIA




A comienzos de los 80, por primera vez supe que me decían "canuto". Y que era distinto al grueso de los chilenos. Así crecí y así lo recuerdo.


Por: Patricio Navia


"Canutos tenían que ser", dijo el señor que salió a averiguar los motivos del estrepitoso ruido en el patio de su edificio céntrico en la calle Angol de la ciudad de Concepción. Era un sábado en la tarde, de comienzos de los 80. Después de que un pedazo de cemento -que se soltó de un muro del Templo Adventista del Séptimo Día- cayera sobre un pequeño gallinero que tenía en el patio, el vecino comenzó a gritar e increpar a los "canutos" a viva voz.
Mis hermanos, unos amigos y yo, responsables del accidente nos escondimos. Como mi padre era el pastor de esa iglesia, nuestra familia vivía en un departamento construido en el tercer piso del templo. Seguramente por aburrimiento, ese sábado sólo queríamos verificar qué tan rápido podía llegar un pedazo de ladrillo, pero terminamos aprendiendo que la gente nos conocía como canutos.
Creo que fue la primera vez que escuché esa palabra.
Luego de recibir nuestro merecido regaño, uno de mis hermanos preguntó qué quería decir canuto. No recuerdo la explicación de mi mamá, aunque seguramente tuvo algo que ver con el hecho de que nosotros íbamos a la iglesia los sábados y no creíamos en la misa, ni en los santos, ni en el Papa, ni en la santidad de la virgen María.
A mí me gustó el término. Aunque el vecino pretendía increparnos, no sin cierta razón, su insulto se convirtió en una oportunidad para comenzar a definir una identidad que me hacía distinto de los demás.
A diferencia de la mayoría de los chilenos, yo no era católico, era canuto.
Y no creía en el Papa. Bueno, no exactamente: evidentemente el Papa existe. Y pese a que entonces no sabía gran cosa sobre sus ideas, no tenía razón para pensar que fuera mala persona. Aunque claro, si uno se adentra un poco más cuidadosamente en las doctrinas de la Iglesia Adventista del Séptimo Día -o de muchas otras denominaciones protestantes-, el poder papal del Vaticano está asociado con la imagen del anticristo.
A diferencia de la gran mayoría de los habitantes del país, para mí, el Papa nunca fue una autoridad moral ni un guía espiritual. A lo más, era un símbolo de las razones iniciales por las que Lutero, el fundador del protestantismo, decidió abandonar la Iglesia Católica para iniciar un nuevo movimiento cristiano que se basara en la salvación por la fe, más que en la salvación por las obras. O sea, el Papa, como todos los católicos, podía ser buena persona, pero estaba profundamente equivocado.
En Chile, a los evangélicos y protestantes se les conoce por canutos por Juan Canut de Bon, pastor metodista que vivió en La Serena en 1890.
Como las diferentes denominaciones protestantes y evangélicas no constituyen una religión en sí mismas ni forman parte de una misma organización multinacional, es difícil encontrar un sustantivo que permita incorporarlos a todos sin herir susceptibilidades ni cometer errores semánticos.
Etimológicamente, la forma más apropiada debiera ser "protestante". Desde pentecostales a luteranos, pasando por metodistas, presbiterianos, bautistas, adventistas del séptimo día hasta testigos de Jehová, todas las denominaciones evangélicas nacen de alguna vertiente protestante. Incluso los mormones, aunque ellos bien pudieran ser considerados ya una religión en sí misma más que una vertiente del cristianismo.
El último censo indicó que sólo el 15% de los chilenos mayores de 15 años se identifican como evangélicos. El 4% adicional dice ser miembro de "otra religión" (aparte de las 7 categorías que incluye el censo: católicos, evangélicos, testigos de Jehová, mormones, judíos, musulmanes y ortodoxos).
"No voy porque soy canuto. ¡Y a mucha honra!", le contesté en 1987 a un amigo que me preguntó si iba a ir a ver al Papa al Hipódromo de Talcahuano.
Pese a que nadie en el país se pudo abstraer de la visita más importante que ha recibido Chile en las últimas dos décadas, pertenecí a ese grupo reducido para quienes la visita no producía ninguna conmoción espiritual. Aunque escuché algunos de los discursos (y nótese el término "discurso" más que mensaje espiritual) y miré en TV su fugaz pero terriblemente simbólica aparición junto a Pinochet en La Moneda, su visita me pareció un hecho político. Y para un adolescente de 17 años con incipientes sentimientos antidictatoriales, la sensación que me produjo ver a Juan Pablo II primero escuchar a pobladores que denunciaban violaciones a los DD.HH. para luego juntarse con el dictador reflejaba mi profundo rechazo a la actividad política de la Iglesia católica, que la adventista rechazaba con tanta vehemencia.
"Cada cual tiene sus penas, y nosotros las tenemos", decía la voz del tanguero que sonaba en esa radio japonesa comprada en la zona franca de Punta Arenas, en la que todos los domingos de mañana escuchábamos La Voz de la Esperanza, un programa de prédicas religiosas de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que conducía el pastor Milton Peverini.
Después del mensaje evangélico, acompañado de himnos religiosos entonados por el cuarteto musical Los Heraldos del Rey, la radio AM volvía a su transmisión regular de domingos en la mañana, los tangos. Mi padre, pastor adventista en Punta Arenas era menos fiel a los tangos que al programa religioso. Pero ocasionalmente la radio seguía encendida esas mañanas de invierno magallánico de tal forma que en mis recuerdos de infancia quedaron confundidas las letras de los himnos pregonando el fin del mundo y los lamentos de los tangos que nos recordaban que este mundo fue y será una porquería ya lo sé.
Habiendo crecido con la certeza de la inminente segunda venida de Cristo, las preocupaciones sobre la política coyuntural fueron parte esencial de mi niñez. Las advertencias bíblicas sobre guerras y rumores de guerras (Mateo 24:1-5) parecían ser verificadas en los noticiarios que fielmente veíamos en TVN durante la dictadura, cuando las tensiones bélicas con Argentina parecían ir en escalada.
Y aunque la posibilidad de un conflicto armado evidentemente preocupaba a mi familia, las oraciones de los cultos que celebrábamos antes de irnos a dormir cada noche reflejaban también nuestra confianza en que las profecías de la Biblia -de la forma en que eran interpretadas por los adventistas- se estaban cumpliendo cabalmente. Las noticias del país y del extranjero confirmaban que el tiempo del fin era inminente y que la segunda venida de Cristo -en gloria y majestad- era una realidad cada vez más cercana.
La biblioteca de mi casa estaba compuesta de una cantidad considerable de libros de teología, pero también había de historia y de ciencia. Ocupaba un lugar destacado una versión antigua de El Tesoro de la Juventud, que mi padre acostumbraba a leernos y que ayudó a despertar -en los cuatro hijos del pastor- el interés en el conocimiento.
Pero aunque la preocupación por el conocimiento terminó por marcarnos a los cuatro hermanos (somos todos doctores, dos en literatura, uno en biología y otro en ciencias políticas), ese sesgo continuo por buscar señales que demostraran el inminente advenimiento de Jesús (de ahí el término adventista), nos predisponía a asociar catástrofes y guerras con la esperanza de que la tierra prometida, la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21:2) pronto sería una realidad.
Una gran diferencia entre católicos y protestantes radica en la condición socioeconómica de sus fieles. Para ponerlo de otra forma, si Machuca hubiera sido una historia contemporánea, las posibilidades de que el niño pobre fuera protestante son sustancialmente más elevadas que las de que su amigo Infante, el niño rico, lo fuera.
Aunque el término canuto acarrea en Chile una carga despectiva -algo así como roto- lo cierto es que mientras más se diversifique la sociedad y más aumente la tolerancia, menos inusual resultará encontrar chilenos no católicos en el mundo ABC1. La marcada penetración del protestantismo en los sectores populares del país definitivamente ha cambiado las creencias y prácticas religiosas. Lo demás es cosa de tiempo. Entonces, el nuestro será un país donde judíos y gentiles, cristianos y musulmanes, católicos y protestantes puedan ejercer con orgullo y tranquilidad sus religiones, en respeto, tolerancia y diversidad. Y donde la separación de la Iglesia y el Estado contribuya a fortalecer la libertad religiosa de personas que profesan diferentes credos.



**** Patricio Navia es cientista político. Trabaja en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la New York University y en la Universidad Diego Portales.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es usted una vergüenza, Patricio Navia, que dice ser canuto y anda defendiendo la píldora del día después y quizá cuántas otras barbaridades.
Se despide un católico sincero.

paola dijo...

respecto al comentario de "anonimo"
si fuese un catolico tan sincero
ponga su nombre al comentario
ud. no es nadie para juzgar a la gente.

yo fui bautizada catolica (obiamente sin mi concentimiento)ahora mayor encontre algo que me llena y es ser canuta
no sabia de donde venia el termino
gracias por aclararlo

Paola